Hace poco me di un buen golpe cuando viajaba en un taxi. A pesar de que el taxi dio varias vueltas de campana (que van aumentando según voy contando la historia cada vez) en realidad no nos pasó gran cosa. Yo salí con toda la cara medio customizada a lo Mickey Rourke (tranquilas, chicas, que ya he vuelto a la normalidad), y sólo me han quedado dos secuelas: una cicatriz en el labio que me hace completamente irresistible (más todavía), sobre todo si llevo sombrero, y una nariz rota.
Para arreglar lo de la nariz rota (o no arreglarla), fui al otorrino. Y en la sala de espera había este cuadro:
Exacto, un cuadro con una autopsia. Tranquilizador, ¿eh? A mí también me lo pareció. Entonces me acordé del doctor Zimmerman, el dentista al que me llevaban mis padres cuando yo tenía diez años -o cuando tenía 15; llevé aparato durante 5 años-. A la consulta del dentista llegábamos siempre con media hora de adelanto porque esa es una de las manías de mi madre; le tiene pánico a llegar tarde. Así que ahí estábamos, con nuestra media hora de adelanto más lo que el odontólogo llevaba de atraso, esperando y esperando, con media docena de revistas que leer (que eran un coñazo, menos la Semana, que tenía los chistes de Ellas son así), un acuario que nos sabíamos de memoria y unos cuadritos en la pared entre los que destacaba una serie de cuatro grabados sobre la Peste, muy al estilo Brueghel, con sus cadáveres y sus esqueletos alanceando a pobres infelices.
Hay gente que no tiene mucho tacto, no.