El gol de Maceda
“No
se puede ser más soso que Maceda”, decía mi padre; y eso que en el Madrid
estaba Ricardo “Soso” Gallego. Pero mi padre le tenía manía a Maceda, a su
cintura de madera, a su sangre de horchata. Era un central alto y de complexión
recia, pero de aspecto frío. A mi padre le gustaban los centrales raciales, de
los de siempre, con bigote y que pegaran dos voces. De esos que o pasaba el
balón o el contrario, pero no los dos a la vez. Y Maceda era rubio, parecía
finlandés, tenía aspecto de dar la mano blanda, era central de tranco largo
pero lento. Mi padre le tenía manía aunque le hubiera cascado dos goles a Malta
año y pico antes, en aquella noche mágica.
Empezamos
el campeonato, al Eurocopa del 84, mal, empatando con Portugal y con Rumania,
así que nos jugábamos el pase a semifinales con Alemania. Casi nada. Alemania
era subcampeón del mundo, y una apisonadora.
“A
Alemania no les ganamos en la vida”, decía Manolín, el hijo de un vecino de mis
abuelos. Manolín tenía un año más que yo, así que entonces debían ser once. Un
sabio. Soltaba frases sentenciosas y lapidarias mientras jugábamos a las
chapas, o andábamos en bicicleta, porque en el pueblo de mi madre no se podía
hacer otra cosa. Era un pueblo tan pequeño que ni juntando todos los niños que
íbamos allí a veranear éramos suficientes para echar una pachanga. De todas
maneras teníamos diez años. Manolín, once. Y cuando hablaba en realidad era su
padre quien hablaba, un señor que se parecía a Rompetechos, pero sin gafas y
con el bigote blanco. “Alemania va a ganar la Eurocopa” “Tenía que haber ganado
Alemania a Italia el Mundial” “Nosotros no jugamos ni a las canicas”. Hay niños
que son cuñados desde pequeños.
Así
que empezamos a ver el partido sin mucha fe. Y vaya, parecía que Manolín tenía
razón. Alemania nos avasallaba. Arconada estaba en todos sitios, salvando
goles. Hubo algún tiro al palo alemán. Parecíamos un juguete en sus manos.
Y
llega el segundo tiempo y España necesita ganar para pasar ronda. No hay
manera, hasta que en el minuto 44, sin esperanzas, vemos cómo se abre juego a
la derecha. Señor centra al borde del área pequeña y ahí aparece Maceda
como un ciclón.
Toma
ya. Maceda. El soso. Maceda volviéndose loco, golazo, dándole con el alma a la
pelota, los compañeros lo tiran al suelo para abrazarlo. El soso nos metía en
semifinales.
Cuando
tienes diez años a un padre no se le reprocha nada aunque se equivoque. Además
que Maceda seguía siendo soso aunque hubiera marcado y hubiera destrozado los
pronósticos.
“España
contra Italia o Alemania igual hace la machada, pero siempre nos hundimos
contra equipos de medio pelo, como Dinamarca”, dijo Manolín. Yo ya lo miré con
desconfianza, y no me extrañó nada cuando en semifinales Arconada hizo otro de
esos partidos en los que parecía Spiderman. Maceda, claro, Maceda marcó el gol
del empate de tiro raso y nos fuimos a los penaltis. Pasamos.
Nos
esperaba Francia en la final. No recuerdo qué dijo Manolín de Platini. A lo
mejor dijo que Arconada era invencible, o algo así. Quién sabe. Pero da igual.
Perdimos ese partido de una manera increíble, cuando más confiábamos en el
equipo. Con fallo del héroe. Del héroe Arconada, no Maceda.
Allí
aprendimos que en lo de fútbol nadie tiene ni puta idea de nada, ni aunque
tenga un año más que tú. Ni aunque sea tu padre. Nadie sabe nada de fútbol. Eso
es lo maravilloso.