Hay dos tipos de personas: los que cuando ven a alguien en el suelo le dan una patada en las costillas y los que no.
Caserta logra victoria más amplia historia al ganar por 181-58
123 puntos de ventaja. Abusones. Abusones de verdad. Resulta que el equipo rival está en graves apuros económicos, así que no puede formar con jugadores profesionales, y juega con los junior. La semana pasada ya les cayeron 102 puntos de ventaja. Esta 123. Osea, unos tíos hechos y derechos que cobran un dineral les meten 180 puntos a un equipo de chavales. Muy bien, valientes. Valientes hijos de puta, quiero decir. Porque hay que ser muy mamón (perdonen mi pronunciación del francés) para ensañarse de esa manera con unos críos. Gánales de 50. Pero hijoputa, no les machaques. ¡Que son chavales! ¿A qué viene humillarles de esa manera?
Les voy a contar una cosa a ustedes, pero que no salga de aquí. Pongamos música nostálgica. Yo recuerdo cuando iba al colegio y jugaba al baloncesto. Yo mido ahora un metro setenta. Cuando iba al colegio no medía eso, como pueden imaginarse; pero vamos, que producía el mismo efecto. El caso es jugaba al baloncesto, con doce años. Entramos en una liga. Los primeros partidos, pues ni fu ni fa, algunos bien, otros mal. Se metían treinta puntos por partido. 30-26 podía ser un marcador normal. Luego nuestros dos mejores jugadores dejaron de venir, no recuerdo por qué. El pivot y el ala-pívot. Los demás seguimos. Éramos un equipo tan malo que a mí me pusieron a jugar de 4, de ala-pívot. Así de malos éramos.
Palomares al lado de un ala-pivot rival. Además de medir poco siempre he sido lampiño.
Lo digo para facilitar la identificación.Al principio del partido todo estaba igualado. Eso duraba más o menos diez o doce segundos. Luego ya íbamos perdiendo. El equipo rival se daba enseguida cuenta de que aquello iba a ser un festín, y empezaban a meter canastas de todos los colores. Y nosotros corríamos detrás de la pelota como pollos sin cabeza. Pronto era evidente que el partido estaba ganado, pero los niños, que son tan hijos de puta como los jugadores de baloncesto italianos, no aflojaban el ritmo. "¡A ver si llegamos a cien puntos!" ¡Cien puntos! ¡Niño, cabronazo! ¡Que soy preadolescente y por tanto un alma sensible! Y caían puntos y puntos. Y todos los partidos igual, los niños del otro equipo en estado febril mientras nosotros recibíamos la tunda, cada vez más desencajados. Hubo un partido en que la paliza era brutal: los cabrones se acercaban a los cien puntos y no bajaban el pie del acelerador. Igual que quemaban hormigas o le quitaban las alas a las moscas, los muy canallas se dedicaban a meter canastas. Nosotros hacíamos lo que podíamos, que no era mucho, la verdad. Ellos llegaron a los cien y los pasaron. Nosotros metimos cuatro puntos, de los cuales dos fueron míos (ya digo que era el ala-pivot titular, un respeto).
Palomares a punto de meter el 50% de los puntos de su equipo en el partido.Al día siguiente fui al entrenador (es un decir) y le dije que no iba a volver a jugar al baloncesto. Él no dijo nada. Estaría pensando si estaba a tiempo de fichar a James Worthy para mi puesto, supongo. Que no estuvo a tiempo.
Y esa, amigos míos, es la verdadera historia de por qué me prometí que algún día dominaría el mundo y haría que todos los que alguna vez ganaron un partido de baloncesto fueran descuartizados.
Otro día os cuento por qué los que se peinan con raya a un lado también serán desollados cuando me convierta en el Soberano del Universo.