Qué descansada vida la del que huye del mundanal ruido y sigue la escondida senda y bla bla bla. La verdad es que a mí nunca me ha gustado mucho el campo. Como decía Cortázar, "el campo, ese horrible lugar por donde los pollos pasan crudos". Donde esté una buena ciudad con sus atascos y su stress...
No me gusta el campo, no. Pero después del mes (trimestre) [año] de trabajo que llevo, voy a hacer una excepción y estoy seguro de que voy a agradecer salir de Madrid unos días. Si no me quedo atascado en la Nacional VI, digo. Así que hasta el miércoles estaré por ahí, en la campiña castellana, respirando aire puro y echando el bofe en paseos por las praderas. Para compensar, comeré solomillo de verdad, sin clembuterol.
En fin, que no esperen ustedes actualizaciones por lo menos hasta el miércoles, porque me será imposible escribirlas. Echadme de menos, que ese es un sentimiento muy bonito, y escribid buenos deseos en los comentarios para que los lea cuando vuelva. Se gratificará.
Estaba deseando usar el adjetivo carpetovetónico -manías mías, no preguntéis-, pero no encontraba la excusa, hasta que esta Semana Santa mi madre me la proporcionó. ¡Lo que no haga una madre por sus hijos!
Estábamos hablando con mi madre de que habíamos ido a tomar un aperitivo el viernes y Julia, nuestra hija, se había comido su primera media ración de oreja -cuando tienes una niña de 15 meses, en efecto, muchas de tus conversaciones son tan entrañables como esta.
-¿Pero es que no habéis hecho vigilia? -me pregunta mi madre.
Teniendo en cuenta que no voy a misa desde hace cerca de veinte años excepto cuando se casa algún primo (me refiero a un familiar, no a un bobo); que no soy creyente; que vivo amancebado con una mujer desde hace siete años y pico; que he tenido una niña en la misma condición; que no la he bautizado; que leo semanalmente El jueves; que mi madre sabe todo esto perfectamente...
¿Por qué iba a hacer vigilia?
Pues porque para mi madre -que sí es creyente- ha dejado de ser una cuestión de creencias sino de costumbres. De costumbres carpetovetónicas (guiño). Algo que se hace en Semana Santa y punto, seas creyente o no. Se come potaje, se comen torrijas, se come bacalao, se comen natillas, se comen sapitos con leche -la de dulces que ha producido la Semana Santa-, se ve Ben Hur en la tele, se ve el reportaje de un guatemalteco que se clava en la cruz, se ve a un niño sevillano llorando porque está lloviendo y no sale el paso de la Virgen de los Peligros, se dice uno "el próximo año podría ir a Zamora", se dice en la radio "las procesiones empiezan en las carreteras". Se hace vigilia.
Y esa es la historia de hoy.
Próximamente en El sabor del cerdo agridulce: Un artículo con el adjetivo finisecular en el título.
¡El emocionante final a una saga que ha puesto de los nervios a los visitantes de este blog!
Mientras Andrés Sorel hace una reflexión sobre la chica que lloraba hacía unos momentos, yo me concentro en repasar mentalmente mi discurso de agradecimiento y en recordarme que para salir tengo que bajar dos escalones. Concentración, Palomares, no tropieces. ¿Nervioso yo? Qué va.
Sorel dice una cosa muy cierta: que el premio son dos premios, porque aparte de la pasta (me adelanto a lo que vais a decir: es verdad, estáis invitados a un algo si rellenáis el cupón que hay al final de este blog) supone la publicación de la obra en una editorial de prestigio como EDAF. Cierto, cierto. El sueño de toda una vida está más cerca.
Andrés Sorel pasa ya al acta del jurado. Me admira porque mientras el resto de los presidentes ha usado papeles para sus discursos, él va a pecho descubierto, a las bravas. Y dice esto de Me llaman Fuco Lois (que muchos habréis visto ya en los comentarios de anteayer, pero otros no):
(la referencia al lambrusco obedece a que así comienza la novela: la protagonista vuelve a casa borracha de lambrusco y se encuentra a un desconocido en el salón de su casa)
La verdad es que me emociona un poco oír hablar así de mi novela; tanto que decido improvisar en mi discurso de agradecimiento, para corresponder a las amabilísimas palabras de Sorel. Cuando me llaman, salgo como una moto entre los aplausos –aunque yo no los oigo, porque voy diciéndome: no tropezar, no tropezar-. Me dan el trofeo, que es enorme, me dan el diploma, saludo a la mesa de presidencia. ¿A la mujer los anteriores le han besado o no? Le doy la mano, no vaya a ser que me caiga sobre la mesa por inclinarme. Llego al micrófono. Suspiro. ¿Nervioso yo?
Empiezo balbuceando. Digo: “Estoy tan nervioso que igual me desmayo a mitad de discurso”. La gente se ríe porque piensa que es una broma. Luego agradezco al jurado y a la Fundación Complutense el premio, es un honor, etcétera. Me tiembla la voz. Como tengo la sospecha de que el discurso es muy corto, voy añadiendo frases para complementar, un poco al tuntún, igual que se hacía en los exámenes cuando te preguntaban por los godos y tú sólo sabías dos cosas pero tenías que llenar dos folios. Digo también que estoy abrumado por haber sido premiado por un jurado de tanta calidad –aún lo estoy-; ni el Planeta tiene un jurado así de prestigioso. Borracho de euforia y nervios, digo que el año que viene voy a ganar el Planeta. Luego hago más agradecimientos, a mi familia, a Rebeca. En cuatro años escribiendo una novela, digo, da tiempo a abandonar muchas veces, así que sin ellos y sus ánimos no estaría aquí. Cuando parece que voy a seguir eternamente, doy las gracias y bajo del escenario. Aplausos.
En mi sitio, no me entero de nada más de la ceremonia; estoy como en una nube, con mi trofeo en la mano y mi diploma. Si por mí fuera, todo habría acabado ya. Me imagino lo que tienen que estar pasando los de Artes Plásticas, que después de recibir sus premios llevan tres cuartos de hora de una ceremonia que no les interesa porque lo que quieren es emborracharse. En fin. Hay un discurso del rector del que no me entero y damos por finalizado el acto. Se disuelve la reunión, pero hay que cumplir con diversos compromisos. Mientras los premiados se reúnen para hacerse fotos, a mí me presentan a Rosa Regàs, que quiere conocerme. ¡El mundo al revés! Rosa Regàs es en la realidad tan encantadora como en la tele, o puede que más, aunque no soy objetivo, porque me dice que le gustaba mucho mi novela y que la defendió mucho y que se llevó una alegría enorme al resultar yo ganador. Hágame suyo, señora. Estoy a punto de decírselo (¿Nervioso yo? Qué va) cuando me reclaman imperiosamente para la foto. Así que tengo que dejar a Rosa Regàs para que me hagan fotos (que encima luego no salen).
Acabado el formalismo, charlo un rato con mi familia:
-¿Qué tal he estado?
-Muy bien, se te ha entendido casi todo.
Han abierto las puertas del Museo y vamos camino del cóctel, pero antes hay que inaugurar la exposición de Artes Plásticas. Todos los finalistas y los premiados están allí expuestos, entre nosotros y los canapés. La gente ha hecho un corro en torno al cuadro del ganador, Home, sweet home. Estamos todos en silencio, pero sin mirar el cuadro. Estamos esperando, pero yo no sé qué estamos esperando.
-Que venga el autor, que venga el autor.
Viene el autor. Ah, que le esperábamos a él.
-Explícanos el cuadro.
El chaval tiene veinticinco años, se pone rojo.
-Pero el arte no se explica, sólo se disfruta.
Buen intento, pero no. Le miramos todos en silencio, así que al final el chico cede. Cuando un grupo, el rector a la cabeza, te está mirando en silencio, hay que ceder.
-Pues es un contraste entre la vida pública y personal. Y usa diversas técnicas. Y estoy encantado de recibir este premio tan importante. Y el cuadro se llama Home sweet home.
Pobre. Y pobres el resto de premiados, a los que se les ve el pánico en la cara. ¿Tendrán que explicar ellos también sus obras? Señor Duchamp, ¿puede usted explicarnos este urinario, para que lo comprendamos? No, no hay que explicar todos los cuadros. Abandonado ya el primero, recorremos en desorden el resto de la exposición. Yo no tengo ni idea de arte moderno, pero hay bastantes cosas que molan, a falta de que alguien me las explique, claro (aún se puede visitar en el Museo de América, si estáis interesados).
Y por fin llegamos a los canapés. Como de costumbre, no hay para todos: conforme las camareras salen con sus bandejas, un matrimonio de Cuenca las interceptan y se reparten sus despojos. Se conoce que han estado en muchos saraos de estos, porque no se les escapa ni una. Han estudiado a Von Clausewitz y atacan en forma de pinza. A su rebufo, nos ponemos tirando a tibios de canapés. Es la ansiedad, me digo. Ponme otra cerveza.
Pasamos por medio Museo de América y recogemos a un fotógrafo de Gaceta Complutense. Yo me oriento fatal, así que a los dos minutos estoy a merced de mis acompañantes. Llegamos al sitio donde están los de Localia, que están grabando al premiado en Economía, en un patio lleno de árboles que da un buen rollo increíble, como si estuviéramos en un Parador de Turismo (interior y en un segundo piso, muy curioso).
Terminan con el de Economía y me toca a mí. Me ponen el micrófono de solapa.
-¿Te importa cerrarte la chaqueta para tapar el cable del micrófono, que queda muy feo?
“Si me abrocho la chaqueta, pareceré gordo”, pienso.
“Es que estás gordo”, dice mi conciencia, que es una puta y una exagerada. “No haberte comido el donut”.
Me abrocho la chaqueta por no seguir discutiendo con mi conciencia. El cámara me enfoca. Hay una chica al lado con unos papeles en la mano, que debe ser la redactora y la que me hará las preguntas. Pero el que habla es el cámara:
-Bueno, dinos tu nombre y a qué has venido.
-¿Cómo que a qué he venido?
-Que qué premio vas a recoger. Venga, cuando quieras.
-Ah. Me llamo José Antonio Palomares y vengo a recoger el Premio de Narrativa Joven por mi novela Me llaman Fuco Lois.
-Muy bien, hemos acabado.
Estupefacto, uso mis reflejos de pantera para decir:
-¿Te lo repito, por si acaso? –Y lo repito- Hola, soy José Antonio Palomares y vengo a recoger el Premio de Narrativa Joven por mi novela Me llaman Fuco Lois.
A la segunda el nombre de la novela me sale sin cursiva, pero no he repetido la palabra llamar. Una cosa por otra. Me reúno con el resto de premiados. Hay dos tipos: los que van trajeados, que son los premios de las categorías serias (Economía, Ciencia, Comunicación…) y los de categorías bohemias (Artes Plásticas, Narrativa), que estamos en un moderno término medio entre ir elegante e ir de mendigo. Hacemos un corrillo para mirarnos en silencio, porque no sabemos de qué hablar. De repente me he puesto nervioso, y cuando estoy nervioso es como si me hubiera tomado tres gintonics seguidos, así que aprovecho una pregunta sobre mi novela para hablar un rato a toda velocidad, encadenarlo con anécdotas de mi vida y en general poner a todos histéricos con mi verborrea. Al lado de donde estamos hay una mesa alargada con un montón de bebidas, preparadas para el cóctel que se da después de la ceremonia. Intento que me pongan algo, pero no funcionan ni el soborno ni las amenazas ni el usted no sabe quién soy yo.
Al fin bajamos al salón de actos, que está bastante lleno. Charlo un rato con mi familia.
-¿Estás nervioso?
-¿Yo? Qué va.
Empieza la ceremonia. Hay algunas caras famosas. Está el rector de la Complutense, Carlos Berzosa. Están Carmen Caffarel, Cristina del Valle, Francisco Calvo Serraller y Rosa Regàs, que formaba parte de mi jurado y es por tanto una de las responsables de que me den el premio. Soy de los últimos en salir, así que tengo tiempo para ir cociéndome en mis propios nervios. Le dan el premio al de Economía, que habla con mucha soltura. El siguiente es el de Comunicación. Luego salen los accesit de Artes Plásticas, que no pueden hablar, sólo saludar. Antes de que salga el ganador, el presidente del jurado de Artes Plásticas, Francisco Calvo Serraller, se lanza a una disquisición sobre el valor del arte actual, lo difícil de evaluar qué es bueno y qué no, se enreda y llega un momento donde no se sabe si está atacando al ganador o defendiéndolo; importa poco porque nadie parece estar atendiendo. Sólo el pobre ganador, el rostro desencajado, que lleva cinco largos minutos de discurso deseando que digan su nombre de una vez para terminar con la dolorosa tortura de la espera.
El siguiente es el premio de Solidaridad, que también tiene accésit. Es horroroso ser de los últimos, parece que no va a llegar nunca tu turno. Sale Cristina del Valle, como presidenta del jurado, y hace un discurso lisérgico sobre el capital y la generosidad y sobre el mundo cruel y algo más. Y sobre solidaridad, claro. Sale el accésit, una chica de 19 años que lleva desde los 14 cuidando discapacitados psíquicos. A esta sí la dejan hablar, pero la chica está tan emocionada que no puede: solloza e hipa y a la sala entera se le ponen los pelos de punta. Cuando consigue balbucear los agradecimientos se lleva el aplauso de la noche. Entonces interviene de nuevo Cristina del Valle y le da las gracias por llorar (sí, en serio). Luego presenta a la ganadora, que en comparación parece indiferente a todo, pero cuyo discurso es un modelo de aplomo y sensatez; el mejor de la noche hasta el momento, incluyendo a los presidentes de los jurados.
Justo antes de irme a Valencia a tomar chintos con mis amigotes los creativos de la calle de al lado, tuve que asistir a una entrega de premios organizada por la Fundación Complutense. Las entregas de premios siempre me han parecido un coñazo a menos que seas uno de los premiados; lo que pasa es que yo era uno de los premiados. Porque, sí, amigos, créanselo, iba a recibir el Premio de Narrativa Joven 2005 por mi [estupenda] novela Me llaman Fuco Lois (¡próximamente en su librería favorita!).
Este año el acto se celebraba en el Museo de América, que desde fuera parece talmente una iglesia. Por dentro no, claro, está mejor iluminado. A mediodía hicimos un ensayo de la entrega de premios porque el acto está bastante institucionalizado, se televisa y además es tirando a largo, así que interesa que sea bastante fluido. Al ensayo llegué cuarenta minutos tarde –gracias, señor alcalde-, pero todavía no habían empezado porque la organización estaba discutiendo aún los últimos detalles. Así que allí estamos los premiados (que éramos muchos porque hay muchas categorías), haciendo tiempo. Los artistas plásticos por un lado, hablando de sus becas y sus proyectos artísticos (todos ellos así como medio bohemios, igual que te imaginas a los artistas), el resto en otro grupito que comentaba de dónde era cada uno y el premiado en Comunicación, solo, seis filas más atrás, leyendo un libro y sin relacionarse con nadie (así son las paradojas que construye la realidad).
Al rato comenzamos el ensayo, nos dicen dónde tenemos que sentarnos y cómo va a desarrollarse la ceremonia; sale el presidente de cada jurado, dice unas palabras y luego pide al premiado que salga; entonces el premiado sale, saluda a la mesa presidencial, saluda al presidente del jurado y dice unas palabras de agradecimiento; luego vuelve a su sitio. Como hay siete premios, repetimos las instrucciones siete veces.
Acabado el ensayo, nos vamos cada uno por nuestro lado. Me compro un bocata de jamón y un donut de chocolate para calmar la ansiedad, me digo. Aunque no tengo ansiedad, pero podría tenerla. Vamos, que no estoy nervioso, pero por qué arriesgarse.
Paso el resto de la tarde pensando un discurso de medio minuto para agradecer el premio. Flirteo con la idea de hacer como Fernando Trueba (“I don’t believe in God, but I believe in Billy Wilder”) o como Adrien Brody cuando le dio el beso de tornillo a Halle Berry, pero el presidente de mi jurado es Andrés Sorel, así que descarto la última idea. Aún no estoy nervioso. Se conoce que voy ganando en aplomo con los años.
Salgo para el Museo América de nuevo. Nos han dicho que estemos allí a las seis y media para hacernos fotos y que no haya problemas de última hora; yo llego a las seis y me encuentro en la puerta a mi madre y a mi hermana; mi padre está aparcando. El acto empieza a las siete y media, pero están allí desde las cinco.
-Por si había atasco o algo, hijo.
¿De dónde habré heredado yo mi ansiedad por llegar pronto a los sitios?
-¿Estás nervioso?
-¿Yo? Qué va.
Acude a mi encuentro la amabilísima Irune Arriaga, de la Fundación Complutense, que está en todo excepto porque me llama una y otra vez Juan Carlos.
-Oye, vamos arriba, que los de Localia quieren haceros una entrevista a los premiados y sólo faltas tú.
Estoy leyéndome desde hace algunos días No acosen al asesino, de José María Guelbenzu. Es una novela policíaca que no quiere ser policíaca, no sé si porque al autor le parece un género menor. Comienza de una manera muy inteligente, invirtiendo los términos básicos del género. Si en la novela policíaca clásica el enigma que debe descubrir el lector -de la mano del detective- es la identidad del asesino, en esta novela conocemos el nombre del asesino desde el principio. Guelbenzu apuesta por crear una novela de intriga negando el misterio principal; su responsabilidad es que el resto de los misterios que justifican una novela policíaca -cómo lo hizo, el móvil, cómo averigua el detective lo que ha ocurrido- sean suficientemente interesantes para justificar la lectura. Desprendiéndose del problema principal, Guelbenzu puede concentrarse en todo lo que le rodea, en el retrato de los personajes, en su evolución, en el "duelo entre dos inteligencias", como dice la contraportada del libro.
El problema es justamente la frase promocional del libro: "Sabemos quién es el asesino, pero queda todo por descubrir". Llevo 300 páginas y, en efecto, queda todo por descubrir. No hemos avanzado ni un metro desde la primera página, en la que Carlos Sastre degüella al Juez Medina. Ni el lector ni el detective -la Juez Mariana de Arco- se ha enterado de nada más. Llevados por Guelbenzu, hemos dado vacilantes rodeos a una comunidad de vecinos de la costa cantábrica, se nos ha insinuado que el motivo es la venganza -pero no se nos dice más-, hemos asistido al sistema de investigación de la Juez -esperar a que ocurra algo-. No hay retrato de pesrsonajes, no hay evolución y desde luego no hay dos inteligencias enfrentadas. Hay sólo un lento pasar del tiempo para el lector y para los veraneantes. A ver si ocurre algo. Pero no sucede nada. En algún momento ocurrirá algo y se desencadenará la acción, supongo. Lo que no sé es si estaré allí para verlo.
No es que sea una lectura desagradable, entendedme. Es más bien frustrante, porque el libro prometía mucho más de lo que da. Guelbenzu es un narrador eficaz, es hábil en algunas aspectos. Pero no resulta suficiente. Los diálogos tienen un falso tono jovial que los hace artificiosos. El problema policíaco en sí resulta irrelevante, porque no se avanza nada en ningún momento: el misterio es insoluble hasta que el autor decida que ha sido suficiente; ni hay pistas ni falsos indicios, sólo esa exasperante espera. Y el retrato de la comunidad veraneante es tan ambicioso que fracasa: la mayor parte de los personajes resultan desdibujados.
Me quedan cien páginas. Ya que he llegado hasta aquí me lo acabaré, claro, y os contaré el final. La parte buena es que no podré destriparos quién es el asesino.
Actualización: Bueno, pues ya me he acabado el libro. Como era de esperar, en las últimas cincuenta páginas la cosa se acelera. Claro, si te tiras trescientas cincuenta páginas sesteando, en las últimas cincuenta se te acumula el trabajo. La resolución del misterio era como me temía: una sucesión de casualidades que se van acumulando y guían al detective. El duelo de inteligencias ha quedado al final en un duelo de paciencias. En fin. Ha sido un libro decepcionante; la premisa de partida estaba muy bien, pero Guelbenzu la desaprovecha. Otra vez será.
Levi’s está sacando una campaña gráfica en la que toma estética y argumentos de cuentos de hadas para vender pantalones a las chicas. Como suele suceder con Levi’s, formalmente la campaña es impecable. Sin embargo el mensaje queda un poco diluido en dos de los tres originales, tal vez porque el contraste entre el cuento de hadas y el mundo moderno no es suficientemente fuerte. Es como si Levi’s no se atreviera a jugar a fondo el juego del anacronismo, tanto desde el punto de vista visual como lingüístico. Sin embargo en una de las piezas de la campaña sí llevan hasta sus últimas consecuencias el juego. En esta:
Me gusta este anuncio, aparte el motivo obvio, porque por fin reconoce, con toda crudeza, el objetivo último por el que un cliente se compra unos vaqueros y no otros. Y lo hace precisamente en el contexto de un cuento de hadas. Acostumbrados como estamos a tratar de adivinar las intenciones de los anunciantes, a descubrir lo que quieren decir bajo un manto de pseudosofisticación, resulta refrescante que una empresa como Levi’s vuelva a la esencia de la publicidad: la promesa de un beneficio básico, relevante para el consumidor, y potenciado por una ejecución original que llame la atención del potencial cliente.
Que Levi’s haga los culos más bellos del mundo es discutible (casi todo el mundo sabe que los mejores culos de chicas los fabrica Miss Sixty) pero lo que está fuera de toda duda es que ha apuntado en la dirección correcta al prometerlos. Porque, ¿a qué chica no le gustaría tener el mejor culo del reino?
Siempre me ha caído bien Vicente Aranda, supongo que porque ha conseguido algo que ningún otro mortal ha logrado hasta el momento: lleva cuarenta años haciendo que las tías más buenas del cine español le enseñen las tetas (Por poner un ejemplo cualquiera). Hacerlo durante cuatro décadas sin que te pillen tiene mucho mérito.
Bueno, el caso es que el hombre ha hecho Tirante el Blanco, donde actúan, entre otras, Leonor Watling e Ingrid Rubio, y una tal Esther Nubiola. No diré que el maestro ha vuelto a conseguirlo porque no he visto la película aún, pero raro sería que no lo hubiese logrado, a tenor de la entrevista que le hacen los lectores de El Mundo:
11. ¿Se puede hacer una película sin un desnudo?
Pues claro. Es díficil hacer Tirante sin desnudos. Hay muchos más de los que yo he puesto.
Y aquí quería llegar yo; porque la entrevista es jugosísima y logra que Aranda me caiga aún mejor, porque el hombre se despacha y demuestra unos reflejos envidiables, un carácter de cascarrabias gracioso (no cascarrabias Fernán Gómez) y un manejo de la navaja albaceteña prodigioso:
En todo caso, una crítica es una cosa hecha delante de un vaso de whisky a las cuatro de la mañana y en un cuarto de hora. Tengo un amigo, Luis Alegre, que dice que un crítico es un crítico fustrado.
31. ¿Qué sentido tiene la sangre y el fuego en su película?[...]
No me gusta hacer este tipo de reducciones pero me parece que la sangre tiene algo que ver con la virginidad, la sangre de la nariz va en ese sentido. Y el fuego tal vez indique apasionamiento pero también indica que hace frío.
33. ¿Hasta qué punto es importante para usted trabajar [...] con Teresa Font en el montaje de manera habitual en sus películas? ¿Qué la aportan?
Teresa Font es mi mujer. Aporta una gran facilidad. Yo me casé con la montadora, yo no he hecho montadora a mi mujer.
Y mi favorita:
37. [...] el crítico de cine Carlos Boyero dijo que no aguantó más de una hora de Tirante el Blanco. ¿Qué opinión le merece una 'crítica' de este tipo?
Me hace pensar en melones, calabazas y cosas así. Es una crítica cucurbitácea. Todo el mundo sabe que él no aguanta una hora de una película porque sale a fumar siempre.
No os perdáis la despedida, donde, ya que está, le da otro sopapo a Boyero.
A través del confortable manicomio que están acondicionando Grendel y una de nuestras comentaristas estrella, Gellar, he tropezado con una noticia de la que hay que hablar. Se puede leer aquí.
Para los que no hayan pinchado en el enlace, extraigo lo principal: uno de los hermanos Wachowski (sí, los de Matrix) se ha cambiado de sexo. Vale, hasta aquí nada raro. Cito del artículo (pero leedlo entero, que hay mucha leña que cortar):
Allí conoció a Ilsa Strix, un ama dominante y estrella de películas pornográficas -'Detrás del látigo', 'Reina del dolor'-, que se enorgullece de proezas como perforar un pene con 333 agujas en una sesión.
Llamadme antiguo y carca, pero perforarse un pene con 333 agujas no me seduce lo más mínimo. En efecto, ha leído bien, señora, 333. No 20 ni 30 ni 337: 333. Ahí, una tras otra. Que digo yo que cómo habrá quedado el miembro. Si ha quedado, claro. Ah, espera, por eso lo del cambio de sexo.
Y vuelvo a citar:
[...] la 'dominatrix' dijo adiós a su marido, Buck Angel, un transexual que de cintura para arriba ha desarrollado un torso masculino y musculado, pero que sigue conservando sus órganos genitales femeninos.
No tiene que ver, pero de pronto me he acordado del Barón Ashler. Lo único que la línea divisoria era vertical y no horizontal, claro.
Y cito por última vez:
Muchos críticos se explican ahora las numerosas referencias de la trilogía 'Matrix' al universo sadomaso, comenzando por la estética de cuero negro de sus protagonistas.
Acabáramos. Ahora todo tiene explicación. Iban de cuero por lo del sadomaso. Llevaban gafas de sol porque, hum, Wachowski teme quedarse ciego (si es capaz de clavarse agujas qué no habrá hecho en su adolescencia) y en la tercera Keanu iba de cura porque… Hum. Voy a usar el comodín del público.
El otro día salía me hacían en los comentarios de esta entrada una inquietante pregunta que llamó la atención de algunos visitantes de esta su humilde página. ¿Qué pasó al final con el gato?
Bueno, lo que pasó es que hicimos un anuncio para un coche en el que tenía que mostrarse un gato mejorado; o sea, un gato con cabeza de león. Una vez aprobada la idea tuvimos que buscar un gato que sirviera de modelo de cuerpo para luego integrar la cabeza del león. ¡Ah, la magia de la publicidad! Este fue el resultado:
Pero al cliente no le convenció y pidió que lo modificáramos para que se pareciese más al boceto que habíamos presentado. Así que finalmente quedará así:
Ejercicios del día: 1. Descubra las siete diferencias entre las dos imágenes. 2. ¿Cuál de las dos fotos le gusta más? Justifíquelo.
Kevin Smith consiguió con Clerks crear la primera película friki de la historia, un género cinematográfico sin muchos practicantes que me he inventado hace unos diez minutos. Clerks, la historia de dos empleados de una tienda, era una producción hecha con cuatro duros llena de momentos brillantes, todos debidos a los extraordinarios diálogos escritos por Kevin Smith, con algunas frases altamente memorables:
-37 pollas. Mi novia ha chupado 37 pollas. -¿De una tacada?
Mi amigo intenta convencerme de que los trabajadores temporales que trabajaban en la Estrella de la Muerte fueron víctimas inocentes cuando fue destruida por la alianza Rebelde.
-Escúchate. Estás taaaaan reprimido. -¿Qué? ¿Porque no he intentado chuparme mi propia polla?
Después del descacharrante comienzo Smith hizo la irregular Mallrats –protagonizada por un Ben Affleck de antes de que le odiáramos, con aparición estelar de Stan Lee- y la apreciable Persiguiendo a Amy. Smith fue ganando público y accediendo a mayores presupuestos y distribución. Y, claro, todo se fue al garete: Dogma, a pesar de contar con esa diosa llamada Salma Hayek, resultó un fiasco absoluto, más pendiente de la provocación por la provocación que de la historia; y Jay y Silent Bob contratacan no es más que una sucesión mal hilada de gags.
La diferencia de calidad entre la primera película y la última es tan brutal que uno se pregunta a qué es debido. Una de las posibles respuestas está en este video, en el que Kevin Smith, aprovechando que el Pisuerga pasa cerca de casa –le preguntan qué pasó con su guión de Superman, que iba a dirigir Tim Burton- le da un repaso a los métodos de Hollywood para hacer películas. Es largo –veinte minutos- pero os juro que merece la pena; Kevin Smith cuenta la historia como si estuviera en el Club de la Comedia, suponiendo que los monólogos del Club de la Comedia tuvieran gracia. Es un video sin desperdicio. (Vía, hace meses, la lista de correo de ADLO!)
Ahora el amigo Smith ha escrito y dirigido la segunda parte de Clerks. La pregunta es: ¿habrá vuelto a escribir una obra maestra como cuando era por completo independiente, o ha perdido de una manera definitiva el mojo?
Me habían hablado muy bien de La piel fría, la exitosa primera novela de Albert Sánchez Piñol, una especie de novela de terror claustrofóbica con elementos lovecraftianos. Como soy un tipo complicado, en lugar de leer lo que me habían recomendado me hice con la segunda: Pandora en el Congo.
Sánchez Piñol escribe una novela de aventuras a la antigua, con múltiples referentes y toques de literatura pulp (hay mucho de Ridder Haggard, algo de la novela de la que hablábamos el otro día, El mundo perdido, un poco de Edgar Rice Burroughs). Como novela de aventuras funciona como un reloj suizo: es ágil, desenfadada, verosímil incluso cuando cuenta cosas inverosímiles y no se mete en honduras. Pero además Pandora en el Congo es una inteligente reflexión sobre el proceso de escribir una novela, sobre la lucha de un joven escritor por dar vida a una historia. Una novela sobre cómo se escribió una novela sesenta años atrás.
Thomas Thomson sobrevive como negro de un autor de novelas de aventuras cuando recibe un encargo sorprendente: escribir la historia de un hombre acusado por el asesinato de dos jóvenes aristócratas para intentar salvarle del patíbulo. Thomson acepta y se entrevista con Marcus Garvey, que le cuenta qué sucedió en la expedición al Congo en busca de oro...
A partir de esta sencilla trama, Sánchez Piñol construye con habilidad una novela que se lee sola, usando sin pudor tópicos del género de aventuras y retorciéndolos con una naturalidad aplastante (hay un momento en la novela que reproduzco aproximadamente: "Se preguntará el lector: ¿pero va a dejarnos así, en el momento más emocionante de la historia, cuando Marcus está luchando por su vida? Pues sí. ¿Y por qué? Porque me da la gana". No he leído nunca mejor definición del cliffhanger). Hay de todo en la obra: malvados aventureros ingleses, un capataz negro de buen corazón, mucha jungla, una extraña y peligrosa raza que ningún blanco ha visto antes (los tecton), una princesa de insondable belleza, un irlandés borracho y hasta una diabólica tortuga sin caparazón llamada María Antonieta. Es justo en esta compleja amalgama donde en ocasiones cojea la novela: a veces las escenas de humor parecen demasiado calculadas, demasiado increíbles, pero el apabullante ritmo de Sánchez Piñol hace que los mínimos defectos sean olvidados.
Sólo bien entrado en el último tercio de la novela parece que la narración se hiciera más densa, repetitiva, y la historia se vuelve más frágil, innecesariamente pesada; el lector se cansa de las vueltas y revueltas de la historia sin entender a qué obedecen o cuál es la intención del autor. Afortunadamente, Sánchez Piñol recupera de nuevo el pulso al entrar en las últimas treinta o cuarenta páginas en una vuelta de tuerca que redefinen por completo el sentido de la novela y nos obligan a reflexionar sobre la intención última de Pandora en el Congo. Porque no es sólo una vibrante novela de aventuras con sabor a otra época (lo cual, en los tiempos que corren, no es poco), sino una incisiva disquisición sobre el proceso de escribir, sobre nuestra visión del mundo, sobre las apariencias y la búsqueda de la verdad, sobre la suspensión de la incredulidad, sobre el poder de la ficción.
Leedla, que la vais a disfrutar. Mientras, yo me voy poniendo con La piel fría. Porque o mucho me equivoco o Sánchez Piñol se va a colocar entre los mejores escritores españoles de aquí a cinco años.
Me señala Javi en uno de los comentarios del anterior post otro ejemplo de publicidad negativa, éste con página propia: Mi mini mierda.
Extraigo un ejemplo de lo que os podéis encontrar:
Este no sólo no necesita agencia de publicidad, es que él mismo es una agencia de publicidad en toda regla. Si yo fuera BMW le contrataba para hacer la próxima campaña de Mini. Pero que se den prisa, porque a este cualquier día le rompen las manos y así es difícil firmar contratos.
Navegando por los procelosos mares de internet, encontré no recuerdo dónde este hermoso ejemplo de publicidad negativa:
Hay que estar muy enfadado con los coches Hyundai para tomarse tantas molestias. Ahora bien, hay dos errores de bulto en este contra-anuncio.
1) La maquetación del mensaje, que deja mucho que desear; poco efectivos cortes de línea, mala elección de tipografía, las mayúsculas también llevan acentos.
2) ¿En un buzón de Correos? ¡Pero si ya nadie manda cartas! ¿Cómo se va a enterar la gente de que los Hyundai son una mierda?
Malditos aficionados. Si hubieran contactado con una agencia de publicidad...
Escondido en las alcantarillas de Londres, los jefes de La Fraternidad del Templo del Vampiro guardan el oscuro secreto de las corrientes telúricas. Un reportero bastante joven, Stephan Nelson, que nunca se fió ni de su padre y que aprendió desde niño a dudar de todo, ha dado con ello. Sobreviene una encarnizada batalla en el rastro, tropezando con todo, mientras la pervivencia de una de las familias más antiguas de Europa está claramente en peligro.
Lo que acabáis de leer es una sinopsis generada por ordenador en Crea tu propia novela de Dan Brown . No sólo suministra la trama, sino que muestra la portada y las críticas de algunos importantes periódicos. Probad, probad. (Vía la lista de correo de Gigamesh).