Esta frase, dicha así, en frío, puede sonar algo pedante. Pero cuando el autor de la frase en cuestión es un niño de nueve años (a quien llevas escuchando parlamentar durante la última media hora sobre las desventajas del Metropolitan Museum de Nueva York frente al Louvre de Paris), la frase deja de ser pretenciosa para pasar a convertirse en surrealista.
Y yo, que con 30 años, además, aún no he estado en ninguno de los dos museos nombrados la califico también de asombrosa. Pero así era la conversación que se estaba desarrollando a nuestras espaldas en la terraza del restaurante Casa Mía, un italiano de barrio que no tiene nada que ver con lo que tú te imaginas que es un italiano de barrio. Quizás, por eso, su clientela no tiene nada que ver con lo que tú te imaginas que es una familia normal y corriente que va el domingo a comer al italiano del barrio. Porque familias son, pero nada que ver con la mía. Sobre todo, porque yo nunca me he pasado una comida discutiendo con mi padre sobre las exposiciones de pintores modernistas en París o las ventajas de la clase Business de Air France frente a las de KLM. ¡Si la primera vez que mis padres salieron de España fue el año pasado! ¡Y porque les acompañaba un guía-intérprete en todo momento! ¡A ellos y a un grupo de otros cuarenta españolitos aturdidos! ¡Y estaban cagados de miedo!
Sentados en la terraza de olivos de Casa Mía escuchábamos fascinados la conversación, como vulgares “voyeurs” sociales. Eran tres: papá de cuarenta y muchos y pelo pintado de canas, el pequeño infante conocedor del Carlton de Nueva York y la hermana adolescente con piercing incluido. Por podían haber pasado por tres miembros de la gauche divine. He aquí un pequeño listado de los temas que se trataron durante aquella comida sencilla de pizza y ensaladas:
1.- las colecciones de pintura del Louvre,
2.- las colecciones de la Tate Gallery en comparación a las del Louvre,
2.- la supremacía de los monumentos franceses (y no, no se referían a las zagalas del país vecino) frente a los ingleses;
3.- los delicatessen que servían en los bistrots franceses,
4.- frente a los restaurantes mas in de Nueva York,
5.- la última adquisición del Rikjsmuseum de Ámsterdam en la subasta de Christie´s
6.-y la inconveniencia de esperar tantas colas en los museos italianos.
Aquel día abandonamos Casa Mía sumergidos en una nebulosa de desconcierto. ¿Era aquella familia normal? Entonces, ¿cómo era la nuestra? ¿Anormal? ¿Lo habríamos soñado todo? ¿Estarían hablando por lo bajini de Belén Esteban mientras aparentaban que estaban por encima del resto de los mortales? ¿Era eso a lo que debíamos aspirar en la vida?
Nunca encontramos respuestas para aquellas preguntas, pero…
Pero el pasado domingo. nuevamente en Casa Mía y en su refrescante terraza de olivos, cuando ya estábamos a punto de atacar los primeros con alevosía, una camarera acomodó a nuestra vera a una familia…
Argggggggggggggg.
Había vuelto a pasar. Antes de que nos diéramos cuenta estábamos más pendientes de la conversación que había en la mesa de al lado (una conversación que recorría suavemente las colinas del Existencialismo y que estaba derivando hacia una enumeración de todas las corrientes filosóficas de la última mitad del siglo XX) que de la no-conversación que manteníamos con un plato de pasta. Una conversación que, para más INRI, se desarrollaba en varios idiomas. ¡Con chavales de menos de quince años! Pero... ¡aquello era la repanocha! ¿Qué extraño fenómeno tenía lugar en Casa Mía? ¿Acaso Casa Mía era más que un restaurante? ¿Era una delegación encubierta de la MENSA? ¿Un vórtice espacio-temporal? ¿El refugio secreto de una raza de super-hombres?
Me temo que nunca podré responder a estas preguntas, pero me temo aún más que tendremos que volver a Casa Mía a comprobar qué oscuro secreto esconde tras esos olivos de esa, su fresca terraza. Puede pasar que nos descubran, pero, al menos, moriremos habiéndonos puesto las botas de pasta fresca.